A la fiesta más vale llegar con el traje apropiado, pues de otro modo seremos considerados indignos (Mateo 22,11-14): por eso vale la pena prepararse de corazón, reformar la vida y reafirmar nuestra conversión, para recibir de veras los frutos del banquete.
Ya desde los primeros siglos celebraba la Iglesia este período de la Cuaresma (aunque con mucho más rigor que ahora), y hoy nos lo sigue ofreciendo como una oportunidad para profundizar nuestra entrega al Señor y nuestra vida como Iglesia. La duración de 40 días sigue el modelo de varios antecedentes bíblicos: los 40 días de Moisés en el Sinaí, los 40 años de los israelitas en el desierto, los 40 días de Elías en el desierto y, sobre todo, los 40 días de la tentación de Jesús en el desierto. Tanto Jesús como Moisés y Elías ayunaron durante esos períodos.
Antiguamente, la Cuaresma era el tiempo en que los catecúmenos —es decir, los que estaban recibiendo instrucción previa a su Bautismo—, después de unos dos años de formación, recibían una enseñanza y disciplina más intensa que los alistaba para el Bautismo que se celebraría en la noche de la Vigilia Pascual. Precisamente el tema del Bautismo resuena con frecuencia durante la Cuaresma, y nos ayuda a captar el propósito de este tiempo: sumergirnos en las aguas de nuestro propio Bautismo, para que allí, como los egipcios en el Mar Rojo, muera el hombre viejo; y emerger triunfantes de las aguas, con Cristo resucitado, el día de la Pascua. De hecho, toda nuestra preparación cuaresmal culminará en la celebración solemne de la Vigilia Pascual, donde nos unimos al Resucitado y renovamos nuestra profesión de fe y nuestros votos bautismales.
La Cuaresma es entonces un tiempo de conversión (palabra que entendemos mejor que "penitencia"): tiempo de volvernos a Dios abandonando el pecado y llegando a una plena reconciliación con Dios. Es, pues, un "tiempo favorable, día de salvación" (v. 2 Corintios 5,17—6,2) en que luchamos contra el pecado que queda en nuestra vida y nos encaminamos hacia una plena reconciliación con Dios, con la Iglesia, con la comunidad y con cada uno de nuestros hermanos. Pero ya desde el primer día de Cuaresma (Miércoles de Ceniza) resuena el llamado a la conversión en una de las fórmulas que puede usar el sacerdote al imponemos la ceniza: "Conviértete y cree en el Evangelio."
Es asimismo la Cuaresma un tiempo de enfrentarnos con la muerte, con nuestra propia muerte y pequeñez. Ese es precisamente el sentido de la ceniza que se nos pone el primer día, y de la otra fórmula que puede usar el sacerdote al ponerla: "Recuerda que eres polvo y al polvo volverás." No es un agüero fatalista; es un verdadero llamado a la conversión, fundamentado en la antigua práctica judía de echarse ceniza en la cabeza como señal de arrepentimiento y duelo. Nos llama a ser realistas en cuanto a nuestra limitación humana; a darnos cuenta de qué sería lo que encontraríamos como "pago" del pecado (Romanos 6,23); a ver lo que somos o seríamos sin Cristo. Y es además un llamado a que nos demos a la tarea de morir a nosotros mismos, de hacer morir el hombre viejo y lo que hay de terrenal en nosotros (Colosenses 3,5), para poder luego vivir en Cristo. Durante la Cuaresma debemos ir indagando en nuestra propia vida cuáles son los "síntomas de hombre viejo", los bastiones rebeldes que aún necesitan ser conquistados por Cristo en nuestro ser.
También la Cuaresma es, por todo ello, un tiempo de buscar el rostro del Señor, de procurar una comunión más profunda con Él, de encontrarnos con Él en el desierto. Este es el propósito de la oración más intensa y de una lectura más asidua y meditada de la Escritura que, combinada con el ayuno, nos recuerda que "no sólo de pan vivirá el hombre, sino también de toda palabra que salga de los labios de Dios" (Deuteronomio 8,3; Mateo 4,4).
Finalmente, la Cuaresma es un tiempo de combate contra Satanás, contra sus tentaciones e influencias en nuestra vida. Comenzamos fijándonos en que "el Espíritu llevó a Jesús al desierto, para que el diablo lo pusiera a prueba" (Mateo 4,1). El desierto es el lugar donde somos puestos a prueba y libramos el combate contra el enemigo. La Cuaresma es un irnos al desierto, como Jesús, durante 40 días, para vencer a Satanás mediante el poder de la Palabra de Dios. El Señor estará con nosotros, dándonos su poder y su victoria, para que participemos gozosos en su Resurrección.
Como resultado del examen interior, de la renovada conversión, de la búsqueda del Señor, del arduo combate en la oración y el ayuno, se espera de nosotros que, ya hacia el final de la Cuaresma o durante la Semana Santa, recurramos al Sacramento de la Reconciliación. Ese será el fruto de nuestro bien pensado camino cuaresmal de conversión. Será un poner frente al Señor y la Iglesia el balance final del camino que recorrimos por el desierto, cuando ya estamos bien conscientes de cuáles son aquellas cosas de las que debemos despojarnos para que nuestra conversión sea más completa.
Espiritualidad de la Cuaresma. Como hemos dicho, el gran tema de este tiempo es la conversión o penitencia, el examinarnos a nosotros mismos, arrepentirnos y arrancar de nosotros el pecado para volvernos plenamente al Señor y celebrar así la Pascua. Por eso, son propios de la Cuaresma ciertos textos penitenciales clásicos, tales como Joel 2,12ss y el Salmo 51. Por eso también el color litúrgico es el morado, símbolo de arrepentimiento y conversión; y predomina en la liturgia la austeridad (no se canta Gloria ni Aleluya; no hay flores en los altares; los cantos son más de penitencia que de alabanza o gozo y se recomienda no celebrar matrimonios). Todo esto se hace en un marco definitivamente cristocéntrico: nuestros ojos se enfocan en Jesucristo y su cruz.
Como medio para fomentar esa conversión, se recurre a tres prácticas básicas sobre las cuales nos habla Jesús en Mateo 6,1-18: la oración, el ayuno y la limosna.
Al dedicarnos más asidua y extensamente a la oración, lo hacemos para buscar con insistencia el rostro del Señor, y para dejarnos escrutar por su Palabra y por su Espíritu, de modo que Él nos muestre dónde hay tinieblas y muerte en nuestra vida.
Mediante el ayuno y otras formas de abstinencia, aprendemos a privarnos de lo necesario y de lo cotidiano para poder vernos a nosotros mismos en forma realista; aprendemos a pasar por las privaciones propias de un desierto, para poder escuchar sin interferencias la voz de Dios. Se trata de desnudarnos de aquello que fácilmente nos enturbia la vista (como el mucho comer, el mucho festejar, el sumirnos en diversos disfrutes superficiales), y vivir en cierto "luto" (Eclesiastés 7,2.4) que nos haga más disponibles a la acción del Señor y nos permita interceder, no sólo con la oración sino con el cuerpo, por nuestra propia conversión y la de toda la Iglesia.
Con la limosna manifestamos la dimensión horizontal de la reconciliación con Dios, en una entrega generosa a los demás. Aprendemos así a ir venciendo el egoísmo y nuestra complacencia con un estilo de vida relativamente cómodo y holgado; aprendemos un poco a vivir con sencillez y pobreza, para percatarnos de cuánto dependemos de la bondad de Dios. Al quitarnos nuestras falsas seguridades, nos hacemos pobres; y con eso no sólo nos solidarizamos con quienes siempre lo son, sino que también nos hacemos más disponibles para Dios, pues Dios sólo puede llenarle las manos a aquel que las tiene vacías.
Recomendaciones prácticas. Lo que la Iglesia nos pide en este tiempo es que ayunemos el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo; que no comamos carne los días viernes de la Cuaresma; que intensifiquemos la oración y la limosna, y que recurramos al Sacramento de la Reconciliación.
La abstinencia de carne los viernes es simplemente un modo de privarnos de los manjares suculentos que, además, suelen ser los más caros. Tiene que ver ante todo con la privación y la pobreza.
Pero además de "lo mínimo", hay otras cosas provechosas que se pueden hacer para centrarnos más en el Señor y buscar su rostro en este tiempo. Por ejemplo:
La clave de todo esto es lo que ya se dijo respecto al ayuno, la oración y la limosna: que no sean prácticas externas para "que nos vean los demás", sino formas de acercarnos a Dios en lo secreto de nuestro corazón.
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